El transitar en la escalera

No recuerdo la primera vez que por fin me miré con cariño y acepté que no tenía nada que demostrar, nada a lo que aferrarme y nadie a quien seguir, y sonreí aliviado. No recuerdo el día ni qué estaba haciendo, pero sí cada palabra que me juré.

Me parecía curioso.

Todos evocamos con relativa facilidad, entre angustia y temblores, la primera vez que descubrimos lo insignificantes que somos: no somos nada, nuestras ideas y logros son desdeñables, muy probablemente abandonaremos este mundo sin decir adiós, y todo cuanto dejaremos, sea material o suspiros en la memoria, estaba condenado a desaparecer. Qué cosas, pues parece que todos recordamos la situación, el lugar, el día, la hora, el entorno y la acción cuando, inevitablemente, escuchamos por primera vez el segundero de nuestro corazón.

Qué sensación tan desagradable e inesperada, un calambre involuntario en las entrañas.

Un escalofrío ilusorio que parece ralentizar el tiempo solo para empezar a prestar más atención a su avance.

Y cuando se recupera el aliento, el aire ya no sabe igual. Cada bocanada se torna más amarga, necesaria y traicionera.

Llegaba la letra pequeña, el condicionante del todo y la condena de la nada: desapareceremos.

Sufrí durante años aquel intrusismo masivo de motivos vacíos e ideas quebradas hasta que, sin saber cuándo ni cómo, empecé a aceptar lo inevitable.

Y olvidé la tortura.

La olvidé hasta que, en algún lugar, en alguna ocasión, entendí el consuelo que era el fin del todo.

Lo sentí en mis carnes, sosegado y con un escalofrío placentero, una sensación de liberación absoluta y una risa nerviosa entre lágrimas, abrazándome por entender lo absurdo de mis miedos más humanos.

Y juré y perjuré:

No vivo por nadie ni para nadie. Ninguno lo hacemos, ninguno lo haremos.

El sentido más racional de todo cuanto creemos es tan cierto e intangible como cualquier otro sentido irracional.

Y en eso radica mi libertad. Y en mi libertad decido todo cuanto quiero ser. Y decido por mi instinto, voluntad y ética. Mi subjetividad trasciende a la objetividad de mi entorno y viceversa. No soy ni objetivo ni subjetivo, jamás lo seré. Nadie a quien justificar ni justifique, nadie a quien explicar ni explique, y nadie a quien entender ni entienda. Mis acciones han sido, son y serán causantes y desencadenantes en función de todo cuanto soy, todo cuanto conozco y la nada de todo lo demás.

Y eso me salvó del vértigo que sentía con todas sus contradicciones, que las tenía. Trataba de no discutir a menudo sobre la eterna incoherencia. Saber que mis latidos, suspiros, emociones y sensaciones eran ilusiones transitorias, pero válidas de alguna forma; que todo valor y significado era relativo y que la falta de sentido era el único motivo para ser feliz.

¿Pero es motivo suficiente? Porque bien podría centrar la razón del todo en mí, en mi placer más inmediato, en lo concupiscible del todo hasta que llegase la nada.

¿Sería entonces motivo acertado?

No, sería reacción.

Había algo más, lo inexplicable de la vacilación.

¿Pero vacilación por mí o por lo demás? Lo demás era, es o será la nada tarde o temprano.

¿Era entonces por mí? No, porque yo también soy lo demás y, por ende, nada.

¿Qué era, pues?

Y me di cuenta de que apelaba a la consecuencia y la solidaridad.

No era la consecuencia del posible arrepentimiento, sino aquella consecuencia que desencadenaría una situación mejor.

Entonces sí que encontraba un sentido en el sinsentido. Un sentido, además, que requería conocer mis intenciones, mi noción de la ética, mi reflexión de lo bueno y lo malo.  Y dicha consecuencia me exigía, además, inclinar todo este disparate hacia lo que entendía con descarada subjetividad como lo correcto.

Tenía que vivir con la idea de un caos organizado por buenas acciones.

Claro, entraba entonces la eterna contradicción. ¿Era este equilibrio mi egoísmo? ¿Mi alivio era conmigo mismo?

Y me sorprendí al descubrir que no era así. Porque no era así.

Claro, ¡claro que me remito al sinsentido y me aferro a él como nunca para decir que no era así!

Mis motivos, mis razones, mis decisiones, mi paz y todo lo que me rodea no son la prudencia ni la virtud absoluta, ni mía ni de nadie; son todos mis atributos, ni buenos ni malos porque es una delgada línea aquella que delimita la moral y lo aceptable en ciertos contextos, pero, ante todo, mis atributos con sus millones de connotaciones positivas y negativas.

Mi alivio es entender que todo es incomprensible. Mi alivio es transitar, es pertenecer a ese todo y a esa nada, concreta y abstracta, y aprender a ser consecuente con todo lo demás, con cada incongruencia cotidiana, comprensible a la escala de mi consciencia, inexplicable a cualquier otra escala universal.

Mi alivio y felicidad eran la solidaridad y la amabilidad en medio de todo el caos.

Además, había otra cosa: la incertidumbre del todo, la intriga de la nada y el misterio del día a día.

Las expectativas son infinitamente menos costosas que la lógica. Si tienes un destino poco nítido, más pintorescas las expectativas, y eso crea esculturas de humo de lo más peculiares y espectaculares de un intenso atractivo irresistible. Romantizarlo todo, ¿por qué no? Es puro combustible para el paso a paso y el día a día. Nadie podía negarme que el enigma del qué pasará era único. El futuro y la decisión, ¡a saber! ¡Un “sí”, un “no”! ¿No resulta acaso emocionante que dos letras, una sola sílaba, el gesto, hasta la pasión con la que se empuja el aire por la laringe, sea esencial y contundente en la ola de acontecimientos posterior?

¡Y eso sin contar la pragmática!

Me parecía mágico y sobrecogedor que en este caos de casualidades con causa y consecuencia todavía existieran incógnitas inimaginables. Aunque a menor escala, ese misterio acomodaba los cimientos de mi sosiego. ¿Qué voy a hacerle? Soy humano, al fin y al cabo.

Y, por supuesto, nada interfería con mis emociones más humanas. La ira, la alegría, la tristeza, la nostalgia, el miedo. Todas ellas vivían conmigo. Todas.

El odio, la rabia, la inseguridad. Sí, también me acompañan como a todo el mundo.

Interferían con mi estabilidad, no por lo externo ni por lo personal, sino porque solían ponerme en jaque.

Trataba de hacerme entender las mismas paradojas: odiaba el narcisismo, que no el ego ante el espejo, sino el narcisismo que tanto se cierne, que nos tatuaron al nacer, el narcisismo que nos hacen creer que es inherente a la realidad, y nos separa y desorganiza. No es que predique el vive y deja vivir, no del todo, pero creo en el derecho de interpretar y lidiar individual y personalmente con el inevitable vacío.

Y el narcisismo ha jugado un papel importante en eso. Nos ha hecho, bueno, eso: narcisistas.

Pero yo no tengo ninguna razón absoluta. Al fin y al cabo, el ego me gusta.

Aunque el narcisismo…

Lo odiaba con todas mis ganas, pero tenía que ser justo; no todo el mundo sigue una misma línea de pensamiento, ni todos hemos partido de una misma base, ni todos llegaremos a la misma conclusión, aunque si algo tenía claro era que se había convertido en un comportamiento muy extendido.

Y que yo también soy ego y narcisismo, me guste o no.

¿En qué momento se ha banalizado el privilegio de existir? Y no me refiero a nacer: adquirir conciencia lo hace cualquiera y de casualidad.

Miraba a mi alrededor y poco importaba la perspectiva, solo encontraba personas de actitud inhumana que subían con prisas unos peldaños inexistentes; una ilusión de escalera que siempre les situaban entre la comodidad y frivolidad de saber que había alguien por debajo de ellos, y la presión por seguir la estela de quien estuviese por encima. Una estructura hecha de porcelana: frágil a la par que atractiva.

Siempre, en mayor o menor medida, la escalera estaba presente.

Estaban incluso aquellos que aseguraban no participar en ella, tenerla superada, cuando en realidad se trataba de una artimaña condescendiente para adelantarse unos cuantos escalones y mirar por encima del hombro.

Y llegaba el mismo pensamiento de siempre: ¿Era partícipe? ¿O había creado, inconsecuente de mí, una escalera diferente de superioridad moral por creer verme alejado de aquel juego macabro?

Otra vez el mismo círculo vicioso de siempre, esa asquerosa rueda capitalista y moral que insiste en aferrarse a nosotros.

No tenía sentido, nada lo tenía. Es absurdo, siempre lo será.

Lo era porque vivimos para dejar una huella que desaparecerá. Insistimos en que se nos recuerde y nos aferramos a la silueta que dejaremos.

¿Por qué tanto empeño en convertirnos en la sombra de lo que fuimos, somos y seremos?  Estaba harto. Harto de conversaciones sobre la incertidumbre del después y lo banal del ahora.

Creo que el sentido que insistimos en darle a la vida es presumir de quién lleva mejor el caos de la sopa cósmica según unas normas que hemos aprendido con el paso del tiempo, que han sido acordadas hace siglos y modificadas con las décadas, y así hasta que morimos. A eso se reduce porque es lo que se supone que se espera de todos nosotros, una carrera por ver quién hace antes la declaración de la renta o acumula más números en una pantalla a su nombre.

¡Eh, miradme, tengo ganas de seguir trabajando para demostrar que tengo un perfil tenaz y decidido! ¡Dependo de mi fuente de ingresos y me encanta!

Lo odiaba, ¡lo odiaba! ¡Vete a la mierda!

Estás más cerca de la mitad de tu esperanza de vida que de cualquier otra cosa que puedas imaginar porque, en fin, es tu esperanza de vida.  Todos somos prescindibles y omisibles en mayor o menor medida. Una vez eres olvidado en vida, temes por el vacío de la muerte.

Y ese temor es infundado, pero válido. Ese temor va ligado al ego. Y es complicado.

En un mundo donde no puedes despistarte para evocar el pasado o pararte a vivir el presente por riesgo a frenar la rueda vertiginosa por la que te partes la espalda y que mueves hacia un futuro que ni te pertenece, donde dejarte el aliento hasta quedar exhausto en una gran maquinaria en la que solo eres un engranaje que, si se rompe, será sustituido, donde la muerte está banalizada y la vida son los privilegios impuestos de las horas extra, donde hemos adoptado tal velocidad de respuesta en las relaciones humano-mecánicas que ya se avecinaba esta añoranza y ansiedad desde los 20 años, pues oye:

Lo raro es que nos acordemos de nuestros muertos.

Por eso tenía que cambiar.

Tenía que ser consecuente con mi entorno, tenía que entender que ese cambio debe llegar y tendríamos que pelearlo, y al mismo tiempo, tenía que vivir en paz conmigo mismo.

Eso era lo difícil.

Aprender a vivir con la conciencia tranquila de toda existencia, de que la validez es impuesta y adquirida solo por los ojos de aquellos que alaban aquella patraña de la meritocracia; curiosamente, aquellos que desde el último peldaño dormían en la comodidad y engullían papillas de ventajas; estaban ya predestinados a obtener méritos con los que llenarse la boca en el futuro.

La vida es esfuerzo. Tenía que decirlo.

Nunca vas a tener nada que decir. Todo cuanto sale de nuestra boca es cuanto queremos decir. Y tú eres un cretino.

No podemos obviar el hecho de que todo cuanto queramos decir es, y muy probablemente será, irrelevante en el ciclo que acompañe a la historia.

No por ello no debemos considerar que todas nuestras acciones pasen desapercibidas, pues siempre existirá, sea por la mera casualidad o consecuencia directa o indirecta, la ínfima posibilidad de la trascendencia. Curioso el necio que lo apuesta todo al caballo perdedor. Se creerá romántico para sus adentros, aunque para mí será un pobre diablo que cada mañana asfixia su presente con la cuerda del futuro. Pero un romántico. Y esos son los que me caen bien. Hipócrita de mí, tenía que decirlo.

A veces, el juego de la escalera me afectaba. ¿Acaso estaba en él? ¿Era mi forma de lidiar con su presencia fantasmal pero inamovible? ¿Subía mi subconsciente escalones al declararle la guerra? No, no podía ser porque yo renegaba de ella, lo hacía por mí. ¿O me situaba esto en lo alto de mi escalera?

Por eso odiaba esta perspectiva. Se contagia, se aferra, anida en el lugar más profundo y oculto de nuestra esencia y del cascarón salen pensamientos intrusivos que se arraigan cada día más.

Eso sí, de aquí no me mueve nadie. Me muevo yo.

Y algún día caeré, y espero romper cada uno de los peldaños de esta escalera y llevármelo todo por delante.

Yo me entiendo. ¿Me entendéis?

Foto de Nabil Amhaz

Life ain’t always empty

Fontaines D.C.

A ciascun giorno basta la sua pena

¿Vivir como si fueras a morir?

Claro, qué fácil, ¿eh?

No te dejes nada en el tintero, me discutes.

¿Y si he aprendido a moverme por estímulos?

Déjame, soy más viejo y quejica que ayer y me he acomodado a mi derrotismo.

¿Que cómo me siento? Mira, es que no quiero ni mirar ahí dentro. Bastante trabajo hago al respirar y caminar sin encontrarme un evento dramático que me ataque personalmente.

Oye, vale, es lo que hay, se saca, se expresa, se siente, está bien.

Bueno, a ver, pero no tanto.

Paso a paso. Paso a paso. Paso a paso.

Irte a la tumba sin remordimientos.

Joder, qué presión.

Si yo solo quiero decidir qué me hago de cena sin que se me venga el mundo encima.

Tic tac tic tac, que ya llevo un día menos.

Ojalá dejar de contarme las arrugas y las canas, ¿te imaginas?

Si me tiras de la lengua y me siento generoso, te diré que echo de menos ser horrible e inconsecuente. ¡Me la bufa, me da igual! ¡Qué feliz cuando nada me importaba! ¡Cuánto poder! Era la peor persona del universo.

Bueno, a ver, no tanto, más o menos. ¡Ahí está, otra exageración! Perdona, perdona.

Coño, qué difícil todo.

Ser bueno, ser funcional, tener amor propio sin caer en egoísmos, querer mucho, querer bien, querer sin pensar.

¿Cómo sin pensar? ¿Sentir y ya? ¿De eso se come?

Bueno, sí, a uno le gusta que le quieran con honestidad.

Pero, pero, ¡el condicional, y si! ¿Y si no? ¿Y si se parte el mundo en dos? ¿Y si explota el sol?

¿Te imaginas? ¡Bum! ¡Supernova! Quince minutos para hacer algo. ¿El qué, el qué? ¡No lo sé, pero necesito saberlo ahora! ¡Ahora!

¿Yo qué hago? Tengo que echar un cable como sea. Lo de haber aprendido toda la vida a ayudar cueste lo que cueste, pero, ¡amigo! Nadie te enseña a lidiar con la impotencia de no poder hacer nada.

Ay, ayudar, qué bueno que soy, qué altruista, qué preocupado por los demás, cuánto cariño.

No será que busco algo a cambio, ¿no? ¿Y si sí?

Nada, a pensar otra vez.

Pensar. Pensar. Pensar.

Oye, a todo esto, ¿yo quién soy? Porque no me reconozco desde el martes. Y el jueves me comía el mundo. Y no quiero ni pensar en el domingo. ¿Serán ciclos? Siempre lo son.

¿O soy yo? No sé.

¿Tú cómo me percibes? Hala, ¿tan bien me ves? ¿En serio? Dios, pues si tú supieras.

Espera, espera, estoy desintonizando. ¿Qué dices?

¿Yo? Ah, no sé, en general todo bien supongo. Ninguna crisis que no esté pasando el resto del mundo, ¿o qué?

Sí, ¿no?

Por favor, no me digas que no, porque me veré eternamente incapacitado para la vida y me sentiré el ser más disfuncional desde la primera medusa que flotó en el océano y acabó en la arena. Ya hay que ser inútil.

No, a ver, tampoco me digas que sí, porque te juro que no entenderé por qué no está ardiendo el mundo.

O bueno. Depende. ¿Depende? ¿De qué? No me jodas que hay culpables. ¿Soy yo? ¿Llevo haciendo algo mal todo este tiempo? ¿O es todo lo demás? ¿Hay algo inherentemente horrible en existir?

Ser mejor. Ser mejor. Ser mejor.

Ya, ya, si ya sé que está en mi mano lo de mejorar. Pero, ¿qué es mejorar? Hostia, anda que no es relativo. Yo voy guay, ¿no? No sé, dímelo tú, ¡yo no lo sé! ¡No sé nada! ¡No sé cómo he llegado hasta aquí! ¡Es un milagro que esté vivo!

En serio, te digo que soy un fraude. Si abro demasiado la boca se me nota. No puedo permitir que nadie lo sepa. Entre tú y yo, ¿estamos engañando a todo el mundo? ¿Cuánto tiempo llevo así? ¿Qué haré si lo descubren?

Hasta un espejo roto muestra un reflejo fiel aunque sea incómodo.

Además, me cruje mucho la rodilla. No es algo que piense mucho pero está ahí, ¿sabes? Y la espalda no está muy allá. Igual buscarse un fisio estaría bien. Ay, y mirar el lunar este un día. ¿Hace cuánto no me hago una analítica? Bueno, mira, da igual.

No, no da igual, ¡no da igual!

Dios, qué caprichoso estoy sonando. Que sí, hazlo y punto, no te quedes alelado quejándote de todo, ¿verdad? A ver si me lo tatúo o algo.

Oye, ¿tú me aguantas? No sé ni cómo. Creo que a veces soy demasiado. Te cansarás. Pasará. Siempre ocurre.

Lo sé porque a mí me ocurrió. No es que mis experiencias sean universales, pero ocurrió y está ahí. Dos, tres veces. ¿O fueron cinco? Hace como, ¿unos años? Qué mal, qué mal todo, qué mal lo hice. No, no, si es mi culpa. A medias. Yo qué sé. Lo dicho, todo pasa. Un día tienes personas a prueba de supernovas y otro ya no. La vida, ¿verdad?

Dios, ese es otro melón. Bueno, otro no, el mismo, ¡pero es el importante! La vida. Se acaba, ¡se acaba! ¡Cada día que pasa! ¡Y yo aquí pensando que molesto por respirar! ¡Que podría explotar el sol! Joder, qué insufrible, qué triste, qué asco de todo. ¿Qué hago?

¿Cómo?

¿Vivir como si fueras a morir?

Claro, qué fácil, ¿eh?

No te dejes nada en el tintero, me discutes.

¿Y si he aprendido a moverme por estímulos?

Déjame, soy…

Ilustración de Piratadrilo

Nota del autor:

Escritura semiautomática de una vomitona de pensamientos que viene a veces. Para evitarla, las cosas mejor con calma, una infusión calentita y distracciones productivas. Día a día.

A ciascun giorno basta la sua pena

Carta del ruido blanco

Querida amiga:

Esta semana he tenido una revelación: ninguno de nosotros sabe qué está haciendo en este océano.

Llevo un tiempo a la deriva pensando inconscientemente que en algún momento soñamos con un futuro libre y brillante, y tonteamos con la idea de poder realizarlo. Y ahora estamos estáticos: si retrocedemos es que nos hemos acobardado, si no llegamos es que no hemos puesto de nuestra parte, si nos mantenemos, es que realmente no queremos ir a más. Da igual, sangramos una meritocracia impuesta que se encarga de patear nuestras aspiraciones al abismo si no salen bien a la primera de cambio. Hemos culpabilizado nuestra posición ignorando cualquier factor exterior; eso ha sido una victoria, pero desde luego, no para nosotros.

Voy a serte sincero; entre tú y yo: creo que no somos del todo felices. Sé que hay mil historias similares, que son cien causas personales y alguna generacional, por ser la época del futuro en el que podríamos ser cualquier cosa y a día de hoy padecemos una ansiedad inhumana al no saber qué está ocurriendo ni querer saber qué va a ocurrir. Un paso en falso y volveremos a nuestra prisión de añoranza enfermiza; cada año parece más complejo y echaremos de menos que sea más sencillo que el próximo.

Dulce prisión aquella donde glorificamos el pasado de una manera enfermiza. Es el fetiche que nos ha tocado; pretérito reciente que se antoja lejano. Pasamos de siglos a décadas, de décadas a años y ahora cada semana tiene su tema. Estamos tan obligados a que cada jornada sea memorable que las olvidadas son un peligroso relleno de FOMO. «Sé feliz, porque no volverá» es el lema en forma de amenaza pasivo agresiva de siempre.

Habríamos hecho distintas tantas, tantas cosas que, si así hubiese sido, las habríamos vuelto a hacer distintas.

Existir así parece una broma, pero bromeamos demasiado con el existencialismo; carecemos de banderas y no creemos en la idea de sociedad idílica porque cada día vivimos en la inmediatez cárnica y electrónica. Todo es una jaula de grillos y el individualismo palia la ansiedad del caos. Literalmente, cada domingo que pasa tenemos menos motivos para negarnos a querer entender nuestro quid.

Al final, todos tuvimos razón.

Lo que hace un lustro era ficción está pendiente de actualización el año que viene. Los recuerdos más recientes necesitan incentivos que les asegure una larga estancia en la memoria y hay que repetirlo cada cierto tiempo.

Todo avanza a una velocidad vertiginosa.

Todo solía ser mucho más fácil.

Cada cosa que sale de mí parece una queja llevada al extremo de situaciones de las que nadie siente ni padece. Siento que vivo en una constante pataleta conmigo mismo y con todo mi entorno porque no soy capaz de exteriorizar cada momento incómodo e inconforme que me ha dado la vida o que yo mismo me he buscado, ni tampoco capaz de interiorizar cada golpe de realidad sistemática, aquellos «la vida es así» ocultos en cada comentario de desinterés constructivo.

Evito arrastrar el peso de cada error y arrepentimiento del pasado, pero insisten en cenar conmigo una vez a la semana; siempre los domingos. Quieren asegurarse de que no sume más invitados y, con una actitud despectiva, miran con desdén a todas las posibles intenciones que quería explorar.

Se hace bastante complicado intentar construir ideas y pequeños cambios cada mañana, diminutos comentarios alentadores que sirvan de combustible para tomar la iniciativa de sopesar pasar a la acción en un futuro lleno de probabilidades para que al final queden por los suelos y se los lleve el viento sin la firma de un mísero intento.

Más complicado se hace ser consciente de que a nadie le importan los problemas o inquietudes de un desconocido, así que ya son cuatro desgracias juntas: no intentarlo, fracasar de todos modos, manifestarlo con miedo y arrepentirse de todo; y de ceño fruncido a suspiro, tiro porque me toca y nos caemos con todo el equipo.

Nihilismo autocomplaciente; todo cuanto odiamos y todo cuanto tenemos.

Aun así, a veces siento ira, frustración, confusión y una eterna tristeza. Todo a la vez. Seguro que tú también las sientes y tampoco sabes por dónde cogerlas. ¿Es cariño, terapia o vacaciones lo que necesitamos? Tal vez todo a la vez, o tal vez ninguna tenga la solución.

Mi revelación es que, ¿sabes cuál puede ser un buen comienzo?

Exteriorizarlo.

Exteriorizarlo porque, si estamos muertos de miedo, flotando en mitad de ninguna parte de este océano sin saber qué hacer, bien podríamos sacarlo todo, ¿o no?

Esta semana, como otras tantas, he vuelto a abrir los ojos. Y entonces, noté mi corazón latir con rabia. Me di cuenta de que mis emociones tienen algo que decir; de hecho, tienen un manifiesto entero que echarme en cara a mí y a todo lo demás. Unas pautas que a priori se antojan ininteligibles, pero solo es necesario dar un primer paso: sentirlas. Admitir que esas sensaciones estaban dentro, en alguna parte, y que entraban en erupción para hacerse notar. La tormenta no me había llevado hasta aquí; la tormenta la llevaba dentro y, con sentirla, podía darle la validez que tanto tiempo lleva exigiendo. Era imperativo otorgarle voz a todo cuanto sentimos porque no puede haber equivocación. Equivocarnos sería cosa nuestra y todavía estaba por ver, pero las sístoles y diástoles que tanto necesitaban soltar vapor no tenían culpa de nada. Eran reales, estaban ahí, reaccionando a todo estímulo que hemos tratado de amortiguar con razonamiento sin antes escucharnos a nosotros mismos. Estoy seguro de que habíamos obviado muchas veces la cuestión más básica de todas: nosotros.

Entonces, y solo entonces, pude notarme a mí, alcanzándome desde las entrañas y sacudiéndome por los hombros: ¡No estás solo en este mundo!

¡Claro que no! ¡Pues claro! ¡Estoy enfadado, estoy muerto de miedo, desconsolado y culpándome por cada error humano que cometo! ¡Claro que tengo derecho a estar así! ¡Tenemos todo el derecho del mundo a sacar la bilis que inunda nuestras vísceras y patalear hasta sacar el nudo de la garganta!

¿Qué estamos haciendo mal? ¿No se supone que tenemos la virtud y condena de que la propia existencia sea irremplazable?

¿Somos acaso nosotros los culpables o responsables de esta vorágine de inseguridad al manifestar nuestros sentimientos? ¿Acaso la presencia en este plano viene con manual de instrucciones?

Tratamos de adoptar actitudes que consideramos saludables para nosotros, nuestro alrededor y nuestro pedazo de tierra dividido y delimitado por motivos que tiempo atrás van más allá de lo que tenemos entendido.

Nuestro entorno será hostil y puede ser un mundo difícil de transitar si lo pones en duda, pero no podemos hacer que todas las guerras sean las nuestras y una cosa está clara: ni somos responsables ni estamos exentos de culpa y somos más humanos de lo que parecemos a pesar de que muchas veces pretenden deshumanizarnos.

¡Y sí, hoy sí que lo entiendo! ¡Estoy vivo, soy humano, estoy enfadado y puedo ser mejor que esto!

¡Y no, la vida no se guarda para más tarde!

¡Y la sangre no te hierve para que te lo reserves!

¡Y el puto caldo primigenio no tenía planes, coño!

Y al final, después de estallar y patalear delante de mis miedos más interiorizados, después de entender que tengo todo el derecho a sentir las quinientas emociones que he sentido hoy y mil emociones más, lo único que quiero decir es que, si la vida se reduce a todo esto, pues mejor ser unos críos llorones en cuerpos adultos que no saben qué están haciendo y, al menos, no quieren hacer las cosas mal.

Y me sirve para aguantar un domingo más.

¡Poco a poco!

Ilustración de Chemowsky

Creo que cada día estoy mejor, y no siempre es así. A veces creo haber creado un personaje que no soy yo, que dice haber mejorado y dice sentirse bien. A veces solo hay un crío llorón en el cuerpo de un adulto que no sabe qué está haciendo y no quiere hacer las cosas mal. Y otras tantas veces, pues oye, sí: también se mejora.

Nota del autor

Esta es tu vida ahora

Titulado Cumpleaños en el original

Campos y Salave, verano de 2021

Esta es tu vida ahora.

Acné de crisis tardías y lecciones tempranas mal llevadas y peor aprendidas.

Manos firmes y temblores de entrañas.

Algunos pendientes nuevos, y siempre pendiente del despertador biológico.


Esta es tu vida ahora.

Recuerdos borrosos, vagas ideas hechas de bruma e intenciones que debaten relatividad y cuántica.

Modestia inmerecida, dudas intransigentes, proyecciones ensayadas ante un espejo empañado.

Intentar averiguar tu expresión en el reflejo, y con lupa, no vayan a juzgarte más que tú.

Temer una despersonalización y hacer de ello una identidad.

Canta un burgalés que uno cambia y sigue siendo el mismo.


Esta es tu vida ahora.

Constancia involuntaria e inercia.

Todos los hogares son desconocidos, los colchones están llenos de muelles extraños; dejan contracturas de añoranza indeterminada en el eterno extranjero.

Nómada con inquietudes nocturnas.

Sedentario con comodidades diurnas.

Oídos sordos a la madrugada, disociación al mediodía, onírica por las tardes y comer gotelé por la noche.


Esta es tu vida ahora.

Calma inducida, apariencia sosegada. Huele a quemado, ¿dónde está el fuego?

Arde el mundo esperando la supernova.

Gritan sordas la rabia y la impotencia.

La cuerda floja entre el dramatismo y la impasibilidad donde se tambalea la ética.

Revolucionario de salón, cantautor que desafina y una visión crítica con dioptrías, sin morder la mano que da de comer.


Esta es tu vida ahora.

Seguir el canon de olvidar los propios cánones.

Reconocerse vagamente en anécdotas, pero extrañarse de una fotografía.

Remordimientos pretéritos y justificaciones en presente; y no hablemos de futuros.

El tiempo sigue y no espera a nadie.

Veréis las canas ajenas antes que las vuestras, decían en Literatura.

Empezamos a contar las nuestras.


Esta es tu vida ahora.

Encontrarte cada vez más al andar a ciegas.

Desprenderse de la dependencia emocional de la idea que tiene uno de sí mismo.

La experiencia es la intuición preparada para no tener razón.

Éxtasis de contradicciones inesperadas, sabor a bailes y abrazos.

Buscar el control para poder perderlo.

Canta un inglés melodías positivas para personas negativas.

Pasarle el recado al reflejo: «Sé más responsable, ¿vale?», y rezar para hacerte caso.

Y paso a paso; da igual si es uno hacia delante y dos hacia atrás, que nada es unidireccional.


Esta es tu vida ahora, y no vas nada mal.

Mira cuánto has cambiado.

¡Felices 26!

Ilustración de Piratadrilo

Estoy orgulloso de mí; sienta bien.

Nota del autor

Músicos de cera y demolición

La primera y última canción hablaba de lo que alguna vez fue y de todo lo que nunca ocurrió.

Fueron vidas precarias, mantas de nueve ovillos, el último aliento de bombonas errantes y todo el catálogo de objetos perdidos.

Instrumentos robados decorados en plástico y moho; bajo y guitarra hacen cinco cuerdas, un perfecto pentagrama improvisado.

Seis goteras de metrónomo.

Y un, dos, tres, tres y medio…

Compases a destiempo arañan las paredes; estridentes, lentos y sin silencios.

Cuatro, cinco, cinco otra vez…

Melodías agónicas armonizan con la pasión de derribar el edificio.

Siete, ocho, siete, siete…

Velas y bailes sobre la cómoda, lamentos de madera añeja acompañan los coros.

Y diez.

Se tambalean las columnas de hormigón y óxido. Colofón de silbidos y sirenas, un espectáculo de amenazantes luces rojiazules impide el bis.

Qué hermosa canción nunca escrita, arpegios menores perdidos en el tiempo condenados a hacer eco en una autopista de Arizona.

Crujen las cornisas con la brisa, suena el canto de los mirlos, se percibe incertidumbre añil entre las persianas.

¿Acaso amanece en esta ciudad ya olvidada?

Recuerdo, si acaso, ocasos.

Vámonos fuera, ¡trae las sábanas!

Y al pasar las cortinas roídas por los ratones, implosiona el edificio con el sueño y el recuerdo.

La azotea, ya alejada de la realidad que se impuso, la nuestra, queda en ucronía.

Quedan pues, teloneros de sinsentidos vivientes, condicionales de lo que alguna vez fue y nunca más será.

Solo ellos recordarán un verso que quedó sin cantar.

Y que nunca ocurrió.

Escuita, nun dexes nada ensin cantar nin glayar.

Licnobios

Nada ocurre últimamente.

Menos que de costumbre; una nada tan negativa enterrada en permafrost.

No quedan agujeros de conejo por los que escaparse, ni improvisaciones en los asfaltos, ni noches tímidamente estrelladas que buscar en colchones de musgo. Cualquiera siente empatía de un recuerdo encerrado en un marco oxidado y polvoriento. Las paredes aborrecen nuestra presencia y los fantasmas huyen por miedo a seguir conversando; el tiempo parece medirse en granos de arena y nunca un minutero roto se había reído tanto de nosotros.

Cuerpos analógicos encadenados a un alma digital.

Aterran los suspiros por si falta el aire.

Dolencias pasajeras que nunca llegan a hacer el equipaje.

Intenciones y propósitos en reposo y llenos de reproche.

Una aguja de culpabilidad en cada queja, malos hábitos y excusas crónicas, la cara B del mismo vinilo rayado de cada jornada.

Y cada noche, al encender la luz de la mesilla, siempre era la misma historia; observar con lástima los párrafos vacíos, los impacientes puntos suspensivos y sintagmas carentes de sucesos; y es que no había historia. De lo onírico solo queda el insomnio, y del insomnio siempre queda la fatiga.

Cansa la nada, y se nada como se puede cuando no hay corrientes. Y flotar. Agota flotar a la deriva. Agota ser estático, agota más aún la inercia por muy desapercibida que pase en el día a día, pero hace ya tiempo que la luz de la lámpara dejó de ser piadosa y muestra, intransigente y cruel, la erosión y el desaliento.

Qué horrible es vivir en una interferencia constante e insaciable; solo una imagen monocromática y ruido blanco.

Ojalá no tocar fondo, queremos pensar. Y ojalá no haber tocado el cielo sin habernos dado cuenta.

De nada sirven los alientos esperanzadores llenos de promesas cuando les acompañan las amenazas de no llegar nunca.

Nunca sabremos si es lo peor o lo mejor aquello que está por llegar.

Hasta entonces, entre el tedio y la inquietud, somos licnobios[1] en permafrost.

Quiero aclarar que Licnobios expone los pensamientos más negativos e intrusivos de una cuarentena mal llevada. Por favor, cuidaos mucho.

Nota del autor

[1] Licnobio (del griego lychnóbios, ‘que vive a la luz de la lámpara’, de lýchnos ‘lámpara’ y bios ‘que vive’): Que vive con luz artificial, haciendo de la noche día.

La libertad de suspirar

Soñé, soñé… Soñé un puerto. Un puerto en calma, de brisa agradable, olor salado y sosegado oleaje. Me soñé sentado en lo alto de un rompeolas, con los pies colgando y clavados los ojos en las gaviotas que visitaban la orilla. Ensimismado, reía con ellas al son de sus eufóricas carcajadas, y las veía ir y venir del horizonte. Y entonces, cogía aire lentamente, me llenaba los pulmones de aquella humedad salada entre alegres graznidos; aguantaba la respiración con la compañía del eco de las olas, aquel murmullo que me hacía cosquillas en los tímpanos; y solo cuando me notaba flotar en el céfiro arrullado por la ligera bruma, soltaba todo el aire en un escalofrío que me devolvía a la vida, tan agradecido por ese suspiro que podría imaginar una lágrima caer al final.

Oigo las risas no tan lejanas de las personas a las que tanto quiero, noto el entusiasmo y la gratitud de su afecto y cariño en sus voces.

Felices de tenernos cerca, de encontrarnos, de abrazarnos y reír en compañía, de tener la libertad de suspirar juntos y sentirlo todo, absolutamente todo lo que pudiéramos en el extraño viaje que era experimentar estar vivos.

Creí que aquello era el sentido, la realidad que más añoro y a todo lo que aspiro, pero resultó ser poco más que un sueño que dejaba el sabor de un extraño recuerdo; la misteriosa nostalgia de una época inexistente, de un tiempo imaginado, de un lugar abstracto… ¿Anemoia, se llamaba? La reminiscencia de aquella vez (¡cuál de ellas!), en la que era admisible soltarlo todo, solo si de verdad existiera el impulso de hacerlo, contar y constar una historia, hilar y destejer sintagmas, crear y destruir un sentimiento: el impulso que a todo da valor, el motor de algo concreto que se nos escapa.

Querer sentarme en aquel rompeolas y elevarme más allá de las angustias divinas y preocupaciones terrenales. ¿Era aquello mi ambición?

¿Podía, acaso, considerar el culmen de todo lo que soy y quiero ser en algo tan relativamente elemental como vivir en armonía conmigo, mi alrededor y las personas que amaba?

Claro que la felicidad es la meta natural, y es aparentemente sencilla en la teoría, pero endiabladamente compleja en la práctica. La pregunta era si, como seres complejos, hacemos compleja la búsqueda de, digamos, ese puerto de eterna paz, o si, por el contrario, el camino hacia ese propósito ha sido empedrado con dificultades mundanas de las que ya no tenemos control.

Ya no sé si queremos o no sentir cariño por la vida. Y si queremos, ignoro si es un sentimiento tan complejo de entender que, por la naturaleza efímera de la existencia, queda eclipsado, o si se nos ha obstaculizado el sendero hasta llegar a dicha conclusión.

Encontré escrito en un cuaderno, un diario ansiolítico que creía perdido, mi pequeño y personal malestar existencial, una sensación de culpabilidad por querer buscar la felicidad que sentía en mis sueños, la ilusión ante la posibilidad de vivir más allá de la realidad.

El artista insiste en recurrir a los sueños.

Situaciones irreales.

Porque no tiene el valor de afrontar la realidad.

Y teme que sea la propia realidad lo realmente surreal,

y surreal sea creer poder cambiarlo.

Hablaba de utopías, aquel recurso tan desgastado y malgastado en contraponerse a la perdición humana y aceptación del mal en el universo.

Imagino que todo parece más sencillo si lo dividimos en estructuras binarias; el hecho y contrahecho, apaciguadora dialéctica hegeliana que busca la conclusión.

¿Qué sentido puede tener la utopía?

Supongo que el mismo que las decepciones y las ganas de oportunidades perdidas. Lo que ocurre y no ocurre tiene su sentido más intrínseco, lo demás es un añadido condicional. Bonito es el día que decidimos desinhibirnos, aunque sean unos minutos, unas horas, olvidarnos de nosotros mismos, de lo difícil que es vivir, llorar, pensar y buscar las respuestas a nuestras desolaciones diarias.

Es importante sentir esa incertidumbre, es imperativo reflexionar, no si dicha ambición es válida, sino si se puede considerar ambición porque, al final, somos una presencia indeterminada que busca un ápice de libertad para suspirar cerca de la orilla.

Y si el plantearnos el derecho a suspirar nos angustia, algo terrible ocurre en la casualidad que es existir.

Llegamos a este mundo para llevar a cabo la tan compleja acción que es vivir, y si todo ha sido un accidente y nuestra realidad es eventual, buscar la felicidad es un derecho y permitírnosla, un deber.

El cariño por la vida no puede ser una utopía.

Ilustración de H. G. Tobalina

La vida y las escaleras de caracol son dos cosas incongruentes y ligeramente estúpidas

Miguel Mihura

A quien corresponda frenar esta ucronía

A quien corresponda frenar esta ucronía:

De ti quedará la silueta y de mí queda la sombra de todo lo que pude ser y nunca fui ni ya seré.
Mírame, mírate.

Mira este triste rostro lánguido de gesto frágil, que de aquel peligroso ceño desafiante y rocoso solo quedan curvas arrugas, dunas erosionadas por el tiempo, a punto de ser llevadas por el viento.
Tu vello, aquel fuerte entramado de raíces robustas del que tan orgulloso te sentías parece ahora madera endeble, blanca, llena de moho, una imagen que tan poco soportas ver que terminas por arrancar cada astilla blanca que osa arraigarse a tu faz.
De la fina y lisa llanura que dividía tu semblante solo restan las sobras de pantanos de lágrimas, un relieve lleno de socavones, de cicatrices y malas decisiones.

Y los ojos, tus dos perlas negras tan deslumbrantes al imaginar grandes sueños brillan ahora con la luz enfermiza del que pierde la vista. Todavía puede vislumbrarse aquel gesto antaño alegre, una mirada que en algún momento acostumbraba a sonreír, y ahora, enrojecida tras años llenos de tristeza e impotencia, se examina con tedio, expectante a que algún día ocurra lo inevitable y las perlas se salgan de sus órbitas en un abrir y no cerrar de ojos.
El eco de Gil de Biedma se cuela por los orificios de dos orejas que nunca dejaron de crecer, pero sí de escuchar, solo para susurrarte en tu martirio que la vida iba en serio.

Te encuentras sin frío temblando frente al espejo

Y mírame a mí, con la sangre de tantos años prometedores en la suela de mis zapatos rotos, nudos de imprudencias y condicionales coagulados en la garganta y el estómago, evocando la energía que tanto tiempo maltraté y terminó por escapar entre los dedos.

Nunca conforme con las decisiones que tomé, y menos todavía con aquellas que ya olvidé por no haberlas tomado.

Solo soy la sombra de todas mis decepciones, y todas ellas fueron el miedo a no acertar. De lo que más me arrepiento es de tener que arrepentirme ahora, y cuanto más me sumerjo en la espiral, más sentido causal encuentro a mi frustración y más me decepciono, a veces empeñado en buscar un culpable, que no es difícil, pues soy la última voz que decidí escuchar y la última que escucharé.

Te miro ahora, observando tus canas y arrugas con esa mirada tan desconsoladamente triste y que solía ser tan abrumadoramente risueña, escuchando impotente el tic tac del último reloj analógico que tienes y temblando aún frente al espejo. Tiemblas de rabia, de pena, miedo y furia.
Me acusas; te acuso. Es por mí.

Hemos seguido el curso, ahogamos la inconformidad por la comodidad de un cauce seguro, obviando que todos llevan al mismo lugar tarde o temprano; ahora solo nos queda esperar a la desembocadura y cada día que pasa el agua está más y más fría, como la mirada frente al espejo.

No hay nada que pueda hacer más que escribir esto, meterlo en una botella, lanzarla con todas mis fuerzas, más allá de ti, de mí, de nosotros, de lo que vino y lo que taxativamente vendrá.

En esta carta al pasado, solo me suplico no escribirla, avisar al portador del bolígrafo que deje de bailar entre los párrafos, asfaltando de amargura un camino que le llevará frente a mí, a mirarme fijamente a través del espejo y desear haberse quedado sin tinta.

Mírate. Mírame.

Mírame más allá de las palabras, más allá del tiempo, de la añoranza y los escalofríos, de los pasos en falso y de cada rotonda en la que esperaste meses sin saberlo, de los latidos que te saltaste, a veces por orgullo y otras por no tenerlo, y de aquellos que tuviste de más por ver humo y no encontrar fuego.

Mírame más allá de las angustias vespertinas, desde los suspiros de alivio al ver los crepúsculos, las paradojas de los calendarios y las escaleras de caracol, los encuentros a destiempo, las caricias que se saltaron un compás, el timbre característico de cada carcajada y los últimos abrazos suspendidos en un silencio ya perdido en el recuerdo.

Más allá de los bailes con puñales y los tira y afloja, las muertes cotidianas, de las barricadas de la guitarra y las calles ardiendo en el cuaderno, de las promesas guardadas en los cielos añiles, de ese horrible ruido blanco que nos robó tantos años, de los bucles y de los despertares en ensoñaciones que resultaron ser reales para convertirse en ensoñaciones que resultaron ser reales…

Y lo más importante, más allá de esta línea.

Mírame, porque la incertidumbre nos ha arrastrado hasta aquí, a una escéptica deriva sin vida, existente sin quererlo y sin haber sabido existir.

Que no nos quedemos tú y yo.
Endebles.
Solos.
Que no seamos nuestra propia decepción.
Que no sea ese el único argumento de la obra.

Sablera de San Llorienzu, Xixón

Entre el antes y el después

Pocas cosas dan más miedo que quedarte a solas con tus pensamientos.

Una de ellas es saber que tienes que quedarte a solas con tus pensamientos, meditar y poner en orden el caos que orbita las ideas.

Creo que todo ser humano —incluido usted, querido lector— percibe una evolución de su ente más acentuada a medida que transcurren los años. Durante una etapa, tanto usted como yo éramos de una manera determinada, y a esa etapa le sucedió otra, y otra, y otra… y así sucesivamente hasta su identidad actual. Creo no equivocarme si señalo que sabemos cómo delimitar las etapas pasadas: unos años… aquel año… hubo unos meses…

¿Y ahora? Ni lo sabe usted ni lo sé yo.

El presente es más incierto que el futuro.

Todos podemos considerar el millón de posibilidades perdidas y que nos aguardan, y sopesar sus consecuencias acaecidas y que acaecerán, incluso muchas veces, con esperanza, contamos con el factor de la fortuna. Lógicamente, lo inesperado sigue bailando en el azar.

Pero, ¿y el presente? ¿Ha dedicado su tiempo a pensar en cómo es usted ahora?

Sí, sabemos cómo era el pasado, nostálgico, reprimido, olvidado… Y el futuro, obviamente, imaginado, tanteado, calculado…

Pero el presente… ¿qué es usted ahora mismo? ¿Qué somos? ¿Qué soy?

¿Somos como pretendíamos ser? ¿Somos la sombra de propósitos desaparecidos o la tangente de una nueva idea sobre nuestra identidad?

¿Somos como estamos dispuestos a ser? ¿Somos el boceto de aspiraciones nuevas o el lienzo de un derrotismo ya anunciado?

¿Somos ahora nosotros como queremos ser o lo somos a ojos de los demás?

Sé que son demasiadas preguntas, pero quédese conmigo un poco más.

Simplifiquemos la teoría: el presente es tan constante que se hace a sí mismo inconsciente. Con esas preguntas meditamos sobre el avance del antes al después y nos mantenemos en el término medio. Esto es lo que nos permite hacer balance de las victorias y derrotas que nos hemos apuntado durante ese lapso y considerar si estamos tomando la dirección correcta o si, por el contrario, la brújula ha resultado estar rota. Y, por supuesto, cruzar los dedos y seguir eligiendo la senda correcta.

Y dentro de ese balance surgen centenares de cuestiones.

¿Por qué eso y no lo otro?

El eterno condicional que termina con el debate entre lo causal y lo casual.

¿Ha sido un impulso emocional? ¿Una decisión lógica? Tal vez una resolución egoísta o una osadía altruista, un estímulo autodestructivo o un juicio armonioso…

¡O viceversa, incluso! Podría ser un impulso lógico, una decisión emocional, una osadía egoísta, una resolución altruista, etcétera. Cabe hasta el factor ajeno que no incluye ninguna de las anteriores. Cabe todo, tampoco es que tengamos un faro que seguir; nos tenemos a nosotros y solo nos queda desear que hayamos hecho bien.

¡Pero ha merecido la pena! La incógnita de lo desconocido nos acongoja y no nos va tan mal en este presente. Como se suele decir, mejor malo conocido. El sentimiento de realización personal aparece con una tímida modestia para quedarse durante sus minutos de gloria. Y, cómo no, la añoranza quitará el sueño alguna que otra noche; digamos que venía en la letra pequeña.

Ahora te voy a tutear. Toda esta realización, lamento recordar, es para que el memento mori sea más llevadero.

Para. No es que estemos yendo a ninguna parte.

Respira tres, cinco, diez veces antes de trazar la siguiente ruta.

¿Estás bien? Es muy importante.

Tal vez sea algo innato, puede que algo demasiado común entre tú, yo, y otras tantas personas… pero no tenemos prisa.

Tómate tu tiempo para pensar en ti.

Eres tu presente, eres tu día a día, tu minuto a minuto y tu segundo a segundo, y tienes la cabeza en cualquier otro intervalo menos en este.

No te pido el carpe diem. No. Te pido a ti, como ser individual, que te detengas un momento. Tú, con tus pasiones olvidadas, tus sueños desatendidos y tus emociones carcomidas… ¡Y todo ello asfixiado por una urgencia impuesta!

No tienes prisa. No la tenemos. Tomémonos un respiro, porque si el pasado no va a cambiar y el futuro tiene que llegar… ¿No tienes miedo de ser, para siempre, el infeliz estatismo entre el antes y el después?

Porque yo estoy acojonado.